Alguien camina sobre mi tumba. Los anglosajones usan esta frase hecha, que reconozco un tanto macabra pero en la que encuentro una plácida y rotunda hermosura, cuando sienten un escalofrío intuitivo y premonitorio. No sé si en una acepción personal o quizá más extrema, siento que alguien camina sobre mi tumba cuando con sus deseos, obras o pensamientos me imagina o quiere muerta, literal o figuradamente.
Como mujer siento últimamente mi lápida imaginaria muy transitada. Una diría que, por pura lógica, cuando se trata de cambiar las cosas el único camino es recto y hacia adelante, aunque por pura lógica deba ser circular buscando dar un giro a la situación. Mala cosa es que pugnen por convencernos de que hay dos o más caminos para un objetivo común, que todas hemos visto la peli esa del Poseidón buena, que haya muchas miradas diferentes escudriñando la senda a seguir y apoyándose unas a otras incluso en la diferencia de opinión. Abrir la selva con las manos es cansado y como mujer así me he sentido muchas veces. Cansada. Y sola. Sola también.
En una película Doris Day decía aquello de que detrás de todo gran hombre siempre hay una gran mujer y, niñas, mirábamos sobre los hombros de los hombres insignes buscándolas a ellas. Rara vez estaban ahí excepto para ser un complemento social en grandes acontecimientos como banquetes o discursos. No estaban junto a ellos en los despachos ni en los consejos de administración y había que buscarlas en las revistas apiladas sobre las mesitas de peluquerías y dentistas para conocer aquella femineidad de escaparate, el glamour y la seducción que tan bien quedaba en las fotos pero que no era más que el arte de parecer imprescindible acomodándose a ocupar una posición secundaria o simplemente inferior. No sabía aún que aquel gesto de Doris Day reposando su cabeza en el hombro del varón, que tenía una gran cabeza sobre sus hombros, que tan pícaro y gracioso parecía, no era más que uno de los muchos eslabones de una cadena que trataba de sujetarme a la mirada de los otros, lejos de la mía propia, la única que debía marcar mi lugar en el universo.
Desde entonces las cosas parecen haber cambiado mucho. Quizá tenía razón Fátima Mernissi con aquello de que al estar excluidas del poder hemos gozado de la ventaja de una enorme libertad de pensamiento. Desde luego, si algo he hecho al ir construyéndome como mujer y como persona, cosa que ha ocurrido, casual e irónicamente, al mismo tiempo, ha sido pensar como me ha dado la real gana, lo que era un gran reto para mí misma y a la vez una victoria pírrica teniendo en cuenta que eso no le importó a nadie en absoluto. Todas hemos visto en el espejo la cara que se te queda cuando te sientes entera y libre pero te das cuenta de que así sólo lo ves tú. Yo entonces ya sabía, lo que no quiere decir que fuese totalmente consciente de ello, que el patriarcado era la forma sociocultural dominante, la forma de derecho político que los varones ejercen en virtud de ser varones.
Carol Pateman abría una ventana por la que se escapaba volando toda mi confianza en el hecho de que valer y demostrar bastaban para alcanzar la igualdad en cualquier ámbito. Yo creía en un mundo en el que la discriminación positiva no fuera necesaria porque el sexo no fuera, en ninguno de los casos, un plus a la valía personal. Inocente, acababa de descubrir que, independientemente de la valía o los hechos, había un muro con el que estaba destinada a estrellarme, como tantas, como todas, cuando lo que estaba en juego era el poder. Al parecer, mientras crecía y estudiaba, me habían caído encima algunos eslabones más de la cadena sin que me diera cuenta.
Lo mejor de abrir los ojos es que ya no puedes volver a cerrarlos y eso es así aunque mi oftalmólogo no esté de muy de acuerdo con esta aseveración. Cuando ves, empiezas a entender. Cuando entiendes que la sociedad te mira de una forma que no se parece en nada a cómo te ves a ti misma, tomas decisiones. Cuando decides golpear la cabeza contra ese muro hasta caer exhausta, hasta sangrar, ya no hay vuelta atrás. Casi sin darme cuenta caminaba alineada con el filosófico realismo ingenuo ya que era tan evidente para mí que una sociedad, y por ende sus mecanismos de poder, eran débiles por incompletos sin la mitad de la sociedad, que el sentido común era el argumento inapelable, la última trinchera. Y ese momento es como el no importa cuando leas esto de las redes sociales. No tiene edad sino circunstancias. Ahora, que todo parece más fácil, escucho algunos términos, frases, consignas, que me producen escalofríos y es cuando siento esos pasos metafóricos sobre mi tumba. Ahora que otras, grandes, abrieron brecha en tiempos infinitamente más duros, el sendero se ha ensanchado y bajo el paraguas protector de lo matemáticamente imparable, recala todo tipo de uso, comportamiento, ideología e incluso pose, sin que, lamentablemente, se distinga en muchos casos lo uno de lo otro.
Porque mientras fui mi propia burbuja de pensamiento, codo a codo con las palabras de las grandes, las reconocidas, las que habían hecho de su vida un ejemplo de sus palabras, pesare a quien pesare, todo tenía sentido, fuerza y belleza, arenga atemporal que enardeciere a la tropa. Ahora mis ojos se han abierto con más sorpresa que admiración y ya no puedo cerrarlos. Veo y si también veis y fingís no verlo nos hacemos un flaco favor entre todas y a todas las que nos precedieron y vendrán detrás. Las ancianas japonesas, con los pies deformados e inútiles por las vendas tradicionales, no pudieron deshacerse de ellas pero apoyaron a sus hijas para que se las quitasen y para que no siguieran aplicando la tradición con sus propias hijas.
Veo a mujeres que hasta hace dos días desconocían el significado de sororidad, y hoy colocan el término hasta al pedir una cerveza, excluir sin el más mínimo sonrojo a otras que, mayores, ancianas, hicieron lo que pudieron cuando apenas se podía; que sin educación ni recursos pero con una intuición firme y resiliente apoyaron y permitieron en sus hijas comportamientos avanzados que ellas ya no podían abordar. Que tenían que haber hecho más, les dicen, que no aportan, les dicen, que su tiempo pasó sin que dejasen su huella, les dicen, ignorando, voluntariamente o no, que su huella pisa en los pies de sus hijas que, mucho antes de leer a Simone de Beauvoir, habían hecho su santa voluntad protegidas por el manto sororo de sus madres.
Por contra veo niñas que se vendan la personalidad y el futuro, sin nadie que se lo diga o las apoye, que escuchan en lenguaje inclusivo en los medios pero a las que no explicamos ni dotamos de mecanismos paritarios de decisión en sus centros de enseñanza cuando apenas les quedan tres años para la mayoría de edad. Y pienso que no hay nada menos femenino que excluir la sabiduría del pasado y la esperanza del futuro por su escasa rentabilidad decisoria porque eso sería reproducir los mecanismos patriarcales que invisibilizaban tradicionalmente a las mujeres que no entraban en el rango reproductivo.
Decía Luce Irigaray que lo que conocemos como femenino en la cultura del patriarcado no es lo que las mujeres son o han sido sino lo que los hombres han construido para ellas y me pregunto, intentando obviar las pisadas sobre mi lápida, hasta qué punto hemos deconstruido ese femenino para abordar el propio. Veo mujeres envueltas en la bandera del feminismo discutir el poder a otras con las mismas argucias y modos que los hombres llevan siglos utilizando, ignorando a Audre Lorde que dejó dicho y muy clarito que no desmontaremos la casa del amo con las herramientas del amo. Me duele, como a Miguel le dolía El Niño Yuntero, como una dolorosa espina, ver a mujeres de reconocido bagaje y valía aceptar como reglas del juego no ya la paridad, tan necesaria en esta fase de la lucha, sino el uso de la paridad o la priorización por parte de compañeros barones que se dicen fuera de los presupuestos del patriarcado para colocarlas como figuras visibles, publicitarias y susceptibles de ser instrumentalizadas de ser así necesario.
Veo, y creo que sería preferible seguir abriendo la maleza con las manos antes que usar el machete que nos tiende el amo para facilitarnos nuestra labor cuando no es la nuestra porque sigue siendo la suya. Gerna Lerder asumía que la propia ignorancia de sus luchas y sus logros ha sido una herramienta para mantener a la mujer subordinada. Cuánta ignorancia histórica veo en compañeras que ningunean a otras que han sido y son referencia, que han luchado y luchan cada día, fichadas, encarceladas, abucheadas, insultadas por cada palabra o gesto en favor de la igualdad y que ahora parecen no ser necesarias porque para muchas la bandera debe ser exclusivamente joven como erróneo sinónimo de pujanza y combatitividad. Jóvenes que hablan de inclusión y capilaridad como si les fuera la larga vida que les queda en ello pero que, por ejemplo, a la hora de la verdad votan a compañeros en inferioridad con respecto a una compañera porque son sus valedores; o que usan viejos mecanismos de autocompasión y fingida debilidad para sostener posiciones para las que no cuentan con argumentos.
Y se podría achacar a falta de experiencia y exceso de ilusión si ese joven fuese de veinte contra cincuenta pero sorprendente e hilarantemente es de veinte contra cuarenta e incluso, y esto ya es desternillante, de cincuenta contra sesenta, contando para ello con el único y divertido argumento de que acaban de caer del caballo, han visto la luz y su empuje no tiene su edad sino la de su mente recién reestructurada de oídas. Esto, que no trasciende en los grandes discursos, es patente y manifiesto en el conocimiento cercano de las personas y sus actos de modo que insisto en que veo y si también veis y fingimos no verlo nos hacemos un flaco favor entre todas y a todas las que nos precedieron y vendrán detrás.
Marvin Harris esbozó en su día una explicación para que las mujeres criasen, con dedicación e incluso priorización sobre las hembras, varones violentos y dominantes. La finalidad obvia era la guerra y la oculta el control de natalidad que suponía ésta. La natalidad viene determinada por el número de hembras de una comunidad por razones obvias, de modo que las comunidades con recursos limitados debían limitar el crecimiento limitando el número de hembras. Aparte del mayor o menor acierto de esta teoría, que como casi todo en antropología ha estado sujeta al criterio de la moda, me maravilló la inteligencia estratégica del patriarcado que supo usar lo femenino contra las mujeres; que bajo la premisa de defender a la comunidad lo convenció de ir contra sus propios intereses ¿Acaso hemos hecho otra cosa desde el principio de los tiempos?
Si la mano que mece la cuna es la mano que mueve el mundo, la imposición sociocultural que mueve los hilos que mueven la mano que mece la cuna son el arma que apuntamos contra nuestra propia sien. Si cada una es madre, o no, como quiere, no basta con hacer de ello una proclama si no lo acompañamos del hecho de la educación real y compartida de cuidados, derechos y deberes que es, a la postre, la única que puede garantizar futuras generaciones que construyan libremente un mundo diferente, de iguales junto a iguales, un cañón de futuro.
Cuando mis propias compañeras pretenden convencerme de que las reuniones telemáticas serían una solución para la conciliación, sonrío con Betty Friedan y a duras penas puedo evitar preguntarles si acaso alguna vez han tenido un orgasmo abrillantando el suelo de la cocina. El suelo, no la mesa, que eso es más de asuntos con carteros insistentes. No veo un motivo claro por el que yo deba explicarles que las lavadoras, hornos y lavavajillas inteligentes ya nos los vende Bosch como Tupperware nos vendió en su día tener el avituallamiento del hogar bajo control; que no necesito, quiero ni, desde luego, esperaba, que desde mis propias filas se nos proponga la tecnología como solución a la libertad de movimiento y de decisión; entrar en una espiral tan antigua como fallida y además nada novedosa, que hasta Doris Day supo de esa patraña.
Yo quiero estar-estar. Quiero el finde de congreso, el autobús de vuelta, las luces de un auditorio, la incomodidad de una pequeña sala de reuniones, la complicidad de un argumento compartido con un guiño o un codazo, el cigarrito de la puerta o la cerveza de después, el golpe encima de la mesa o la sonrisa agotada tras un largo proceso de consenso; que ya sabemos desde hace tiempo que los circuitos de poder y decisión están muchas veces más fuera que dentro de los espacios oficiales y convencionales; no quiero una falsa, por parcial, participación on line en un acto mientras, para conciliar, me pierdo todo lo demás pero pongo una lavadora, preparo la cena o distraigo al niño, que me distrae a mi, para que deje de tirarme del pantalón del pijama. Quiero cuidados compartidos en igualdad, reciprocidad y la alegría de sabernos futuro. Y quiero, sobre todo, que las trampas me las pongan los de siempre, que ya los tengo calados, y no mis propias y nuevas aliadas disfrazándolas de solución.
Sigo en esto a Germaine Greer, chica lista, que defendía que hoy, como ayer, las mujeres deben negarse a ser sumisas y crédulas, pues el disimulo no puede servir a la verdad. Quizá de todos los pasos que transitan mi lápida son los repiqueteos de tacón los que más notoriamente me afectan. Llegada a este punto me pregunto en qué punto de la circunferencia estamos y si es, lógicamente, por eso que no veo el final del camino, que aunque fuese con prismáticos podría avistar, lógicamente, si fuese recto. Me pregunto y os pregunto a todas si en esta ecuación pesará más la xx de futuro o la xy de tradición; si algunas pasaremos al otro lado de la igualdad cambiando de signo para acabar restando y dividiendo cuando llegamos con la ilusión de sumar y multiplicar. Y todo ello con perdón de la matemática y la biología.
Como decía Carla Lonzi, las mujeres somos individuos completos de modo que la transformación no debe darse en nosotras sino en cómo nosotras nos vemos en el mundo y en cómo nos ven los demás. El proceso de verse es propio y personal pero el de cómo nos ven los demás es sociocultural, está en continua construcción y depende del primero. Mi eterna gratitud a todas aquellas que hacéis de cada paso un ejemplo, que ilumináis con una sonrisa cada gesto inclusivo, colaborativo, respetuoso, transversal, amable y universal. Sois, como debemos ser, la bandera de que no podrá ser sin nosotras.
Es responsabilidad de todas y cada una y no será sin una línea y estrategia que pase, en primer lugar y sobre todo lo demás, por aplicar a nosotras y a cuanto nos rodea todo aquello que defendemos. Cuidemos la idea, cuidemos la lucha, cuidemos el propósito, engendremos con nuestros compañeros ese mundo, paraíso de igualdad, al tiempo que engendramos a los hombres y mujeres dignos de habitarlo; y seamos capaces de predicar con el ejemplo no vaya a ser que, en un inesperado y trágico giro de los acontecimientos, acabemos cambiando tanto las cosas que no nos parezcan grados suficientes los 180 y lo demos, ya puestas, de 360 grados. Para ese viaje, no hacía falta tanto esfuerzo en las alforjas.
María Esther Bordajandi Moreno.