De vírgenes y barbies

De vírgenes y barbies

La visibilización trata de mostrar la existencia y problemática de una determinada opción de diversidad para que sea respetada en igualdad como vía hacia la normalización, que supone que nadie tenga que explicar o justificar su opción vital en ningún caso, comportándose en libertad tal cual es. Hasta aquí, bien. Es lo que tienen de atractivo las definiciones, su aséptica corrección. A partir de aquí, el caos.

Seguro que conocéis el chiste del que pide una tortilla en un restaurante y cuando le dan a elegir entre francesa o española responde que le da igual porque no va a hablar con ella. A mí me ocurre algo parecido con las preferencias sexuales o religiosas de los demás, es decir, no me interesan en absoluto fuera de su contexto natural. Una de las mejores maneras de no hacer distinción según el sexo o la religión es no dar protagonismo alguno al sexo o a la religión donde no deben tenerlo y me temo que, para disgusto de algunos, el ámbito de ambas opciones es estrictamente privado. No necesito conocer la opción sexual o religiosa de mi vecino, el profesor de mi hijo o el frutero del barrio porque en nada cambiaría eso mi concepto de ellos o nuestra cordial relación circunstancial. Me interesa, en cambio, si mi vecino es de fiar, pues le dejo mis llaves cuando viajo; si el profesor de mi hijo es competente y le aporta lo que debe; o si el frutero saca conclusiones equivocadas de mi pasión por las fresas y lo pregona a los cuatro vientos. Me interesa saber si estoy rodeada de gente buena, luchadora, compasiva, amable, abnegada o justa porque creo que un mundo bueno es posible sólo si los que lo forman también lo son.

Si se establece una correlación entre dos opciones cuya consideración social es bien distinta pero que tienen una base primaria común, vemos que la opción religiosa es una opción vital del mismo modo que lo es la opción sexual, conllevando ambas, consecuentemente, un reflejo en la vida de la persona que la asume. Vivimos bajo una moral hegemónica regida por paradigmas biológicos con lo que ello tiene de confuso a la hora de aplicar un razonamiento lógico. Asumamos que el núcleo familiar antropológicamente sólo era vinculante unos cuatro años, el equivalente a la cría efectiva de un vástago hasta su incipiente suficiencia, descansando después la responsabilidad de cuidados y aprendizaje en el clan, encargado de la transmisión de valores comunes que dan la cohesión al grupo. Asumamos que con la agricultura se liga al individuo a la tierra y al clima, el clan hace dejación de algunas responsabilidades en el individuo y nace el núcleo familiar más estable en el tiempo ya no por razones biológicas sino por la necesaria cooperación grupal en un ámbito más reducido que el clan y la filiación para heredar los bienes muebles e inmuebles generados por esa nueva célula económica. Asumamos que las distintas opciones sexuales eran contempladas por el clan con benevolente respeto porque ayudaban a los cuidados en diversidad y no ponían la supervivencia en peligro. Asumamos una espiritualidad ligada a la intuición o deseo de trascendencia así como a la naturaleza de la que dependía la mencionada supervivencia, sin más definición que los ritos grupales ceremoniales. Asumamos que en las primeras ciudades estado comienza la feroz lucha por el dominio hegemónico de varios clanes agrupados en el mismo núcleo de incipiente Estado. Veremos entonces que la diversidad sexual, al igual que la espiritual, amenaza la pervivencia de las incipientes formas de gobierno basadas en la línea sucesoria de una familia apoyada supuestamente por las divinidades como poder terrenal. Deja de importar el respeto al individuo y se impone la norma estricta, la moral dominante, que pretende controlar a quién adora cada cual y quién tiene sexo con quién, porque la tierra, los valores y el poder se heredan por la sangre, y el linaje es objeto de veneración y defensa. Lo simple vence, vende, convence, se impone. Hombre y mujer, alianzas de linajes asumidas ceremonialmente y resumidas en un vástago que seguirá la tradición y hará lo propio. Toda descendencia, biológica o no, todo lazo o relación fuera de la sagrada institución familiar, es negada o perseguida como acto amoral o de rebeldía, consentida en secreto o bajo determinadas circunstancias para los que detentan o ejercen los diversos rangos de poder, perseguida y estigmatizada para el resto, aún cuando la practicaren en secreto.

El matrimonio legítimo es el heterosexual y religioso, y no es más que la manifestación sociocultural de la necesidad de visibilizar y normalizar públicamente una práctica privada que rige el orden social, político y económico que se escogió como conveniente y posible en un momento dado de nuestro devenir histórico.

Los tiempos cambian pero el paradigma ancla las paradojas. La filiación resiste los intentos de desregularización porque, evidentemente, estados con toda su organización administrativa basada en ella sufrirían un caos difícil de gestionar, lo que es preocupante sobre todo, para qué engañarnos, en temas de seguridad, documentales e impositivos. La cotidianeidad de las libertades en algunos países conlleva, a su debido tiempo, que la diversidad religiosa o sexual reclame su espacio de respeto, y es lógico que lo haga sin recopilaciones históricas ya superadas, con la conciencia y el derecho de mostrarse como individuos libres en igualdad con el resto. No se aprecia la necesidad de que tengan que justificar en absoluto sus razones máxime cuando sus detractores lo hacen bajo el irrazonado argumento paraguas de «eso no está bien». La diversa opción sexual y/o religiosa está, pues, para muchos, totalmente normalizada y quizá por eso mismo, porque hace mucho que se inició la etapa de visibilización, ésta me resulta muy atractiva como objeto de razonamiento en base a sus distintos modos de aplicarse y sobre todo en referencia a cómo se aborda en el ámbito de lo público lo que debiera ser estrictamente privado.

Meditando sobre la delgada línea que separa lo íntimo de lo social se me ocurre que debe haber una frontera a respetar que sirva para delimitar, indefectible pero sencillamente a un tiempo, la ideología que sustenta y posibilita la transversalidad, que no es más que el respeto a las posiciones privadas en la ideología y la lucha por una idea pública que beneficie a todos. Se me ocurre que esa línea es la estricta definición de público, del latín publicus, que es un adjetivo que permite nombrar aquello que pertenece a toda la sociedad y es común del pueblo. Incluido el dinero.

Cuando en el Ayuntamiento de Cádiz se presenta la iniciativa de condecorar a una virgen, debió contemplarse, antes de entrar en consideraciones varias, que la religión pertenece al ámbito privado, lo que no se hizo porque la injerencia de la religión en el Estado está más que normalizada y visibilizada, aunque insiste en recordárnoslo de vez en cuando por si se nos olvida. Nos debe importar muy poco que el alcalde sea cofrade reconocido o su relación con esa parte popular de la religión o quienes la practican, cosa que le fue criticada en su momento, sin razón, pues no interfiere en su cargo público. Ahora, en cambio, el hecho de votar como representante político la concesión de una medalla civil a un símbolo religioso revela la profunda confusión secular a que nos somete la normalización de la injerencia religiosa en el Estado. Si una enorme presión popular hubiese demandado su apoyo a tal disparate ¿habría sido conveniente una consulta a la ciudad que resolviera toda duda y hubiese preservado la imagen y la ética de quienes tienen en su ideario la necesaria y urgente separación Iglesia-Estado? Al fin y al cabo el resultado hubiese sido, muy probablemente, el mismo pues es conocida la costumbre española de votar en contra de nuestros propios intereses.

Se hace viral en las redes sociales una foto tomada en el marco de la reunión de países miembros de la OTAN. En ella aparecen señoras consortes de los premier de los países integrantes de dicha organización y junto a ellas un caballero, pareja de un primer ministro, y se ensalza a bombo y platillo la visibilización que ello supone de una opción no heterosexual.

En primer lugar me pregunto por qué y en calidad de qué están todas esas personas en la cumbre de la OTAN, ocupando un espacio público, pagado con dinero de todos, sin que representen más que la institución matrimonial que no les concede derecho alguno de representación pública puesto que son la elección personal de un ciudadano para culminar un vínculo privado y no han sido votadas por nadie.

En segundo lugar, pero no menos importante, me pregunto dónde están las parejas de las primeras ministras o presidentas que participan en la cumbre. No veo en esa foto a Joachim Sauer, segundo esposo de Àngela Merkel; tampoco a Philippe May, esposo de Theresa May, premier británica; ni a Sindre Finnes, pareja de Erna Solberg ni al esposo de Beata Szydlo, premier polaca, Edward Szydlo. De hecho me ha resultado dificultoso encontrar referencias de estos señores como «esposos de» y cuando lo he conseguido me he encontrado con que tienen vidas muy privadas al margen de la posición pública de sus mujeres, hasta el punto de que a Sauer se le apoda «el fantasma de la ópera» porque sólo aparece en público cuando se trata de dicho espectáculo, al que es muy aficionado; o el caso de May, del que se destaca en casi todas las referencias consultadas que se mantiene en una discreta segunda fila en toda ocasión. Es más, he encontrado dificultad para confirmar la presencia de otras mujeres representantes de su país que no sean Merkel o May, lo que me abocaría a hablar de normalidades no normalizadas ni visibilizadas, que sería otra reflexión. Así pues ¿qué lugar ocupa y visibiliza ese discreto arquitecto entre esas señoras en un grupo donde no están, ni es costumbre que estén, los esposos?

Miro a la Virgen del Rosario de Cádiz y por más que me empeñe no logro distinguir el más mínimo rastro de satisfacción por su reciente distinción ni de gratitud alguna con sus fervorosos ciudadanos y me pregunto si es porque está más que acostumbrada a la normalizada y visibilizada admiración que le profesan independientemente de lo que ella les procure en el ámbito público y laico y pienso que estamos desnormalizando muy mal.

Miro a ese arquitecto desconocido de vida absolutamente preservada de publicidad, y ahora en esa foto viral, como miraba al Ken de mi hija entre todas las barbies de la estantería, con un poco de diversión y un mucho de compasión. Me pregunto estupefacta qué es lo que se pretende visibilizar colocando a un señor en ese gineceo convencional, entre la barbie musulmana, la barbie california, la barbie «de cierta edad», la barbie reina y la barbie ejecutiva. Me pregunto si se le está atribuyendo el papel de esposa, ya que los esposos no aparecen. Me pregunto si al desnudarlo también será un derroche de pubis de plástico liso o pectorales marcados de pezones ausentes. Del mismo modo que siempre me pregunté por qué se le hurtaba el sexo a una muñeca que en formas, vestimenta y propósito no era más que un icono del aprendizaje sexual dominante me pregunto si ese señor está siendo utilizado de igual modo en una versión asexuada como icono del aprendizaje sexual divergente que trata de visualizarse. Y me pregunto si no estamos normalizando, una vez más, rematadamente mal.

 

María Esther Bordajandi Moreno.